Traición y sufrimiento: el perdón como don del alma

Por: Camilo Saavedra

La herida de la traición

Cuando dialogamos con amigos, familiares o en las redes sociales, nos damos cuenta de la importancia de la lealtad. Muchas personas exigen, a sus amigos, familiares, políticos y en general en diversos escenarios, una lealtad absoluta. Sin embargo, esta demanda de lealtad irrestricta conlleva un miedo oculto, ese que todos tememos al entregar nuestra confianza: el miedo a la traición. Como hemos explorado antes, los asuntos centrales de nuestra vida son también los de la vida psicológica; es decir, los temas centrales del alma. Por eso, la traición es un tema esencial: la traición como experiencia del alma.

Hemos mencionado en otros artículos que nuestros estados psicológicos interiores son la vida de las imágenes que se expresan dentro de nosotros. Por ejemplo, cuando pensamos en una persona o en una situación, surgen imágenes en nuestro interior -en el cerebro o en el alma- que nos conectan con lo imaginado. Si, por ejemplo, estoy poseído por los celos -imágenes psíquicas-, sin darnos cuenta nos situamos en el espacio imaginativo que los celos generan. En ese sentido, la psicología es la vida en imágenes. Así como los celos forman parte de nuestra vida interior y de nuestra cultura, también lo hace la traición. En el libro Puer y Senex de James Hillman (2005), en uno de los artículos, el autor explora la noción de traición en la religión, la teología, la cultura y, sobre todo, como una experiencia psicológica: una experiencia del alma. Hillman (2005) señala:

«La experiencia de la traición es para algunos tan abrumadora como los celos o el fracaso. Para Gabriel Marcel, la traición es el mal mismo. Para Jean Genet, según Sartre, la traición es el mayor de los males, como ‘el mal que hace a sí mismo’. Cuando las experiencias tienen esta mordacidad, suponemos un trasfondo arquetípico, algo demasiado humano… Creo que la traición de Jesús ofrece este trasfondo arquetípico, que puede darnos una mayor comprensión de la experiencia desde el punto de vista del traicionado» (p. 107).

El peso del sufrimiento

Aunque la traición es un fenómeno que podemos ejercer o padecer, Hillman (2005) señala que existen respuestas estériles ante ella. Una de sus primeras opciones es la venganza. Como establece la tradición judeocristiana: «Ojo por ojo, diente por diente» (Éxodo 21:24). Algunas personas consideran la venganza como una respuesta natural; sin embargo, esta solo conduce a un ciclo de retaliación y enemistad. Cuando nos enfocamos en la venganza, quedamos atrapados en la espiral de nuestro sufrimiento, fantaseando con que el otro experimente el mismo daño que nos infligió. Esta postura reduce nuestra visión de la experiencia y nos obsesiona con la figura del traidor y su sombra, amplificando nuestra propia sombra a través de fantasías e imágenes de retribución por nuestro padecimiento.

El segundo peligro es la negación: la negación de la humanidad compleja del otro. Antes de la traición, producto de las idealizaciones, se niega esa dimensión grosera o esa capacidad de herir inherente a la confianza -la posibilidad de fallar como seres finitos, la sombra que todo humano lleva consigo-. Esta negación se manifiesta en expresiones como: «No es posible que me haya hecho esto», «¿Cómo fue capaz?» o «No puedo creer que esta persona me haya traicionado». Es la negación de lo que siempre estuvo presente: la traición como posibilidad inscrita en todo vínculo donde existe confianza.

Posteriormente, esta negación se extiende al otro y a la relación que, paradójicamente, sigue vigente -dada la conexión intrínseca entre confianza y traición-. Tras el evento traumático, aparecen frases como: «No quiero volver a saber de esa persona», «Jamás quiero volverla a ver» o «Que la tierra se trague a esa persona». Cuando se mantiene el vínculo negando la traición, la psique reclama su lugar a través de manifestaciones indirectas: peleas recurrentes, insultos pasivo-agresivos, chistes cargados o palabras que delatan el resentimiento acumulado.

Sin embargo, en cualquier momento puede emerger lo que Hillman llamaría «la consciencia mercurial» -esa capacidad alquímica de sostener paradojas-. Este momento de lucidez nos permite aceptar que todo vínculo de confianza lleva inscrita, como posibilidad constitutiva, la traición. Así damos el paso crucial: reconocer la humanidad fallible tanto en el otro como en nosotros mismos, comprendiendo las limitaciones inherentes a la condición humana.

El tercer peligro es el cinismo. Cuando somos traicionados -ya sea en el amor, en una causa política, una organización, un amigo, un superior o un analista- (Hillman, 2005, p. 109), este mecanismo nos lleva a tratar los ideales que antes perseguíamos con constante desdén o burla, buscando desacreditar aquello que originó el vínculo. Por ejemplo, tras una decepción amorosa, el traicionado puede desprestigiar cínicamente al otro o distorsionar los motivos que unían a la pareja («¿Cómo pude creer en alguien así?»); si el ideal traicionado era político (un mundo más justo), el cinismo impulsa a aprovecharse del sistema («Si ellos roban, ¿por qué yo no?»), abandonando el principio que antes se defendía. Y aquí, siguiendo a Hillman (2005), surge el peligro radical: la auto-traición. Como él advierte:
«La auto-traición es quizás lo que más nos preocupa. En la situación, en el abrazo de amor, o con un amigo, un padre, una pareja, un analista, uno deja que algo se abra. Sale algo que había estado retenido: «Nunca había contado esto en toda mi vida». Una confesión, un poema, una carta de amor, una invención o un plan fantástico, un secreto, un sueño o un miedo de la infancia» (p. 109).

Esta dinámica revela cómo el cinismo, al negar los ideales que nos definían, puede llevarnos finalmente a traicionar nuestra propia esencia. A pesar del dolor que genera la traición y los diversos sentimientos que despierta, la auto-traición resulta quizás la más hiriente de sus consecuencias. Actuamos en contra de nuestros valores, negamos esa parte virtuosa que habíamos construido, amplificando paradójicamente el daño recibido al replicar la conducta del traidor, vulnerando así nuestras propias intuiciones, intenciones y sentimientos de honor y belleza. Para evitar enfrentar el sufrimiento de la traición, recurrimos a distracciones y evasiones que nos alejan de la dolorosa realidad de nuestra confianza agraviada.

Esta negación del sufrimiento -parte constitutiva de nuestro ser- nos instala en una neurosis donde la vida se vuelve inauténtica; vivir así el dolor de la traición puede derivar en paranoia, que Hillman describe como «una forma de protegerse para no volver a ser traicionado, construyendo la relación perfecta. Tales relaciones exigen un juramento de lealtad: «Nunca debes fallarme» es el lema» (2005, p. 110). Exigencia imposible para seres finitos y falibles como nosotros. Frente a estos peligros, el traicionado encuentra en sí mismo la posibilidad de resurgir, interpretando el evento desde su esencia más auténtica y evitando las trampas antes descritas. El antiguo mandato délfico «conócete a ti mismo» se convierte entonces en brújula, guiando tanto la interpretación del suceso como el proceso de reconstrucción personal. Como sugiere la tradición platónica, en este ejercicio de justicia interior el ser humano descubre aquello que lo sostiene y que, paradójicamente, le permite sostener a otros: encuentra en la herida de la traición no solo su fragilidad, sino también la fuente de su fortaleza ética y la medida auténtica de su humanidad compartida.

El perdón como posibilidad

Como mencionábamos al principio, la traición es un tema central para el alma y, por ende, para nuestras vidas. Con la traición viene una posibilidad, para algunos religiosa, política y compasiva: la posibilidad del perdón. El perdón como un don del alma:
«Debemos tener muy claro que perdonar no es fácil. Si el ego ha sido agraviado, no puede sólo perdonar «debería», a pesar del contexto más amplio del amor y el destino. El ego se mantiene vital por su amor-propre (amor propio), su orgullo y honor. Incluso cuando uno quiere perdonar, se da cuenta de que simplemente no puede, porque el perdón no viene del ego. No puedo perdonar directamente, solo puedo pedir… El perdón sólo tiene sentido cuando uno no puede olvidar ni perdonar. Y en nuestros sueños no nos permiten olvidar… Tal perdón que no es un olvido, sino el recuerdo del mal transformado dentro de un contexto más amplio, o como Jung ha dicho, la sal de la amargura transformada en la sal de la sabiduría… Esta sabiduría como Sophia» (Ibid., p. 112).

Cuando participamos como agresores o víctimas en una traición, mantenemos una relación atravesada por dimensiones psicológicas y religiosas -entre la culpa y el sufrimiento-. Este vínculo nos coloca ante uno de los misterios más profundos del alma: la tensión entre lo singular y lo transpersonal. Al experimentar la traición y acceder al don del perdón, descubrimos que nuestro padecimiento particular resuena con el dolor universal de quienes han sufrido similar vulneración, generando compasión y comprendiendo que el perdón mismo requiere redención cuando el traidor lo solicita.

Como señala Derrida (1999) sobre el perdón radical:
«De cierta manera, el perdón nos parece no poder ser pedido o concedido sino «cara a cara», frente a frente, si puedo decir, sin mediación, entre aquel que ha cometido el mal irreparable o irreversible y aquel o aquella que lo ha sufrido, y que es el único o la única en poder escuchar la solicitud de perdón, concederlo o rechazarlo» (p. 30).

El alma como don y memoria

Si tanto la traición como el perdón son condiciones inherentes a nuestra humanidad, el don de Sophia que atraviesa al individuo deviene mensaje comunitario. Estas experiencias nos enseñan que, incluso en la profundidad del agravio, la sabiduría puede evitar los caminos destructivos antes mencionados, orientándonos hacia la construcción de un mundo más justo. El sufrimiento así transformado encarna el principio platónico (República, 688a-689a) de que todo conocimiento del alma se alcanza a través de los demás y para los demás. Como concluye Hillman (2005): «Si los demás son instrumentos de los dioses para traernos la tragedia, también son formas de expiarnos ante los dioses» (p. 113).

Tal vez de esta manera aquellos temas que nos atraviesan de manera particular y que nos doblegan, puedan tener un eco no solo en nuestros corazones, sino también en los demás. Así podremos aliviar el sufrimiento propio y el de nuestros congéneres cuando el perdón se vislumbra en nuestros corazones como don del alma -ese que clama por un mundo donde la injusticia pueda evitarse. Y cuando el alma nos impulsa por ese don del perdón, podamos encontrar consuelo en un poco de belleza, de anhelo de justicia cuando el valor es lo bello en medio de los golpes del destino y la tragedia.

Referencias

Derrida, J. (2003). Perdonar lo imperdonable y lo imprescriptible. Anthropos.
Hillman, J. (2005). Puer y Senex. Spring Publications.
Platón. (1992). Leyes (T. Calvo Martínez, Trad.). Gredos. (Obra original escrita ca. 347 a. C.)